Kannitverstan
por Johann Peter
Hebel
Traducido del alemán por Hilmar Zonneveld
El humano tiene, a diario, la oportunidad de meditar acerca
de la inconstancia de todas las cosas mundanas, si es que quiere, y de quedar
conforme con su destino, aun cuando no estén volando muchas palomas asadas por
los aires para él.
Pero de una manera muy tortuosa, un artesano alemán en
Amsterdam llegó a la verdad y a la compresión, a través de un error. Pues cuando
llegó a esta ciudad comercial grande y rica, llena de casas lujosas, barcos
ondulantes y personas diligentes, inmediatamente le llamó la atención una casa
grande y bella, como no había visto en todos sus viajes desde Tuttlingen hasta
Amsterdam.
Por mucho tiempo observó, con asombro, ese magnífico edificio,
las seis chimeneas sobre el techo, el bello cornisa y las ventanas altas, más
grandes que las puertas en su propia casa. Finalmente, no podía contenerse, y
le preguntó a un transeúnte: “Amigo”, dijo, “¿No podría decirme cómo se llama
el señor a quien le pertenece esta bellísima casa, con sus ventanas llenas de
tulipanes, sanículas, y matthiolas?”
El hombre, sin embargo, quien probablemente tenía algo más
importante que hacer, y quien por desgracia comprendía tanto del idioma alemán
como el que hizo la pregunta comprendía de la holandesa, es decir nada, dijo de
manera corta y tajante: “¡Kannitverstan!”, y se fue. Esto era una palabra en
holandés, o en realidad, viéndolo bien, tres palabras, que en español significa:
no le puedo comprender. Pero el buen extranjero creyó que se trataba del nombre
del hombre, por el cual había preguntado. “Ese señor Kannitverstan debe ser un
hombre muy rico”, pensó, y siguió caminando.
Se fue por varias callejuelas, y finalmente llegó a la bahía
que se llama „het Y”, o en español, la i griega. Ahí estaban lado a lado barcos
y mástiles – e inicialmente no sabía cómo, usando apenas sus dos ojos, lograría
ver y observar lo suficiente de todas estas cosas de interés. Hasta que
finalmente le llamó la atención un barco grande, que recientemente había
llegado de las Indias Orientales, y que en ese momento se estaba descargando.
Ya había varias hileras de cajas y de bultos uno encima de
otro, y uno al lado de otro, en tierra. Seguían sacando más cajas y bultos,
como también tambores llenos de azúcar y café, de arroz y de pimienta. Pero
cuando había observado por un tiempo, finalmente le preguntó a uno que estaba
sacando una caja sobre sus hombres, cuál era el nombre del hombre afortunado, a
quien el mar le traía todos estos bienes. “Kannitverstan” era la respuesta.
Ahí pensó, “Ahí se ve cómo son las cosas. No es de extrañarse;
a quien el mar le trae semejantes riquezas a tierra, bien puede mandar construir
semejantes casas, y colocar tantos tulipanes delante de las ventanas en vidrios
dorados.” Luego volvió, e hizo una contemplación triste sobre sí mismo, de cómo
él era un pobre diablo, en medio de tanta gente rica en el mundo.
Pero justo cuando pensaba “Ojalá me fuera tan bien como a
este señor Kannitverstan”, pasó por una esquina y vio un gran cortejo fúnebre.
Cuatro caballos, encapuchados de negro, arrastraron un coche fúnebre, también
de negro, lenta y tristemente, como si supieran que llevaban a un muerto a su
último descanso. Un gran séquito de amigos y conocidos del difunto le siguió,
en pares, velados en capas negras, y en silencio. A la distancia se oía una
campanita solitaria.
Ahora, el extranjero tenía un sentimiento melancólico, que no
deja de afectar a ninguna buena persona, cuando ve un cadáver. Se quedó parado,
absorto, con el sombre en sus manos, hasta que todos habían pasado. Sin
embargo, se acercó al último del cortejo fúnebre, quien en ese momento estaba
calculando en silencio, cuánto ganaría por su algodón si el quintal aumentaría
en diez florines, le sujetó suavemente en su capa, y se disculpó cándidamente.
“¿Eso debió haber sido un buen amigo de usted”, dijo, “por
quien suena la campanita, para que usted esté tan afligido y pensativo?” – “¡Kannitverstan!”,
fue la respuesta. Eso resultó en que a nuestro buen Tuttlingeriano le salieran
unas lágrimas grandes de sus ojos, y se sintió afligido, y luego también
aliviado.
“¡Pobre Kannitverstan!” exclamó, “¿De qué te sirve ahora
toda tu riqueza? ¡Tienes lo mismo lo que yo, en mi pobreza, también recibiré:
un vestido de difunto y un lienzo, y de todas tus bellas flores quizás un
romero sobre el pecho frío, o una ruda!”
Con estos pensamientos, acompañó al cadáver, como si fuera amigo
suyo, hasta la tumba, vio cómo bajaban al supuesto señor Kannitverstan a su último descanso, y quedó más conmovido
del sermón fúnebre en holandés, del cual no comprendió ni una sola palabra, que
de muchos en alemán, a los que no había prestado atención.
Finalmente se alejó despreocupadamente con los demás, y en
un hospedaje, donde entendían alemán, disfrutó con buen apetito un pedazo de
queso limburgués – y si alguna vez le molestaba que hubieran tantas personas
ricas en el mundo, y que él estaba tan pobre, sólo pensó en el señor
Kannitverstan en Amsterdam, en su gran casa, su barco rico, y su estrecha
tumba.
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