miércoles, 22 de octubre de 2014

Kannitverstan - en español

Kannitverstan
por Johann Peter Hebel
Traducido del alemán por Hilmar Zonneveld

El humano tiene, a diario, la oportunidad de meditar acerca de la inconstancia de todas las cosas mundanas, si es que quiere, y de quedar conforme con su destino, aun cuando no estén volando muchas palomas asadas por los aires para él.
Pero de una manera muy tortuosa, un artesano alemán en Amsterdam llegó a la verdad y a la compresión, a través de un error. Pues cuando llegó a esta ciudad comercial grande y rica, llena de casas lujosas, barcos ondulantes y personas diligentes, inmediatamente le llamó la atención una casa grande y bella, como no había visto en todos sus viajes desde Tuttlingen hasta Amsterdam.
Por mucho tiempo observó, con asombro, ese magnífico edificio, las seis chimeneas sobre el techo, el bello cornisa y las ventanas altas, más grandes que las puertas en su propia casa. Finalmente, no podía contenerse, y le preguntó a un transeúnte: “Amigo”, dijo, “¿No podría decirme cómo se llama el señor a quien le pertenece esta bellísima casa, con sus ventanas llenas de tulipanes, sanículas, y matthiolas?”
El hombre, sin embargo, quien probablemente tenía algo más importante que hacer, y quien por desgracia comprendía tanto del idioma alemán como el que hizo la pregunta comprendía de la holandesa, es decir nada, dijo de manera corta y tajante: “¡Kannitverstan!”, y se fue. Esto era una palabra en holandés, o en realidad, viéndolo bien, tres palabras, que en español significa: no le puedo comprender. Pero el buen extranjero creyó que se trataba del nombre del hombre, por el cual había preguntado. “Ese señor Kannitverstan debe ser un hombre muy rico”, pensó, y siguió caminando.
Se fue por varias callejuelas, y finalmente llegó a la bahía que se llama „het Y”, o en español, la i griega. Ahí estaban lado a lado barcos y mástiles – e inicialmente no sabía cómo, usando apenas sus dos ojos, lograría ver y observar lo suficiente de todas estas cosas de interés. Hasta que finalmente le llamó la atención un barco grande, que recientemente había llegado de las Indias Orientales, y que en ese momento se estaba descargando.
Ya había varias hileras de cajas y de bultos uno encima de otro, y uno al lado de otro, en tierra. Seguían sacando más cajas y bultos, como también tambores llenos de azúcar y café, de arroz y de pimienta. Pero cuando había observado por un tiempo, finalmente le preguntó a uno que estaba sacando una caja sobre sus hombres, cuál era el nombre del hombre afortunado, a quien el mar le traía todos estos bienes. “Kannitverstan” era la respuesta.
Ahí pensó, “Ahí se ve cómo son las cosas. No es de extrañarse; a quien el mar le trae semejantes riquezas a tierra, bien puede mandar construir semejantes casas, y colocar tantos tulipanes delante de las ventanas en vidrios dorados.” Luego volvió, e hizo una contemplación triste sobre sí mismo, de cómo él era un pobre diablo, en medio de tanta gente rica en el mundo.
Pero justo cuando pensaba “Ojalá me fuera tan bien como a este señor Kannitverstan”, pasó por una esquina y vio un gran cortejo fúnebre. Cuatro caballos, encapuchados de negro, arrastraron un coche fúnebre, también de negro, lenta y tristemente, como si supieran que llevaban a un muerto a su último descanso. Un gran séquito de amigos y conocidos del difunto le siguió, en pares, velados en capas negras, y en silencio. A la distancia se oía una campanita solitaria.
Ahora, el extranjero tenía un sentimiento melancólico, que no deja de afectar a ninguna buena persona, cuando ve un cadáver. Se quedó parado, absorto, con el sombre en sus manos, hasta que todos habían pasado. Sin embargo, se acercó al último del cortejo fúnebre, quien en ese momento estaba calculando en silencio, cuánto ganaría por su algodón si el quintal aumentaría en diez florines, le sujetó suavemente en su capa, y se disculpó cándidamente.
“¿Eso debió haber sido un buen amigo de usted”, dijo, “por quien suena la campanita, para que usted esté tan afligido y pensativo?” – “¡Kannitverstan!”, fue la respuesta. Eso resultó en que a nuestro buen Tuttlingeriano le salieran unas lágrimas grandes de sus ojos, y se sintió afligido, y luego también aliviado.
“¡Pobre Kannitverstan!” exclamó, “¿De qué te sirve ahora toda tu riqueza? ¡Tienes lo mismo lo que yo, en mi pobreza, también recibiré: un vestido de difunto y un lienzo, y de todas tus bellas flores quizás un romero sobre el pecho frío, o una ruda!”
Con estos pensamientos, acompañó al cadáver, como si fuera amigo suyo, hasta la tumba, vio cómo bajaban al supuesto señor Kannitverstan  a su último descanso, y quedó más conmovido del sermón fúnebre en holandés, del cual no comprendió ni una sola palabra, que de muchos en alemán, a los que no había prestado atención.
Finalmente se alejó despreocupadamente con los demás, y en un hospedaje, donde entendían alemán, disfrutó con buen apetito un pedazo de queso limburgués – y si alguna vez le molestaba que hubieran tantas personas ricas en el mundo, y que él estaba tan pobre, sólo pensó en el señor Kannitverstan en Amsterdam, en su gran casa, su barco rico, y su estrecha tumba.