jueves, 27 de diciembre de 2012

Una Princesa de Marte


Una Princesa de Marte
por Edgar Rice Burroughs
Traducción: Hilmar Zonneveld

Introducción, por el traductor



Edgar Rice Burroughs escribió varias novelas de fantasía, bastante populares – entre otros, la serie de novelas sobre Tarzán, la serie sobre Pellucidar (un mundo en el interior del planeta Tierra), y la serie sobre Barsoom (Marte).

Recientemente se estrenó una adaptación en película, de la compañía Disney, de “Una Princesa de Marte” – la película se llama “John Carter”. El plan era hacer una trilogía, en base a los primeros tres tomos de la serie Barsoom; pero como los ingresos eran menos de lo esperado, por el momento (fines de 2012) no está claro si eventualmente se continuará con el plan original.

La presente novela fue publicada en 1917. El copyright de este libro, y de algunas de las subsiguientes novelas de la serie Barsoom, ha expirado hace algún tiempo, y se pueden encontrar estas novelas fácilmente en el Internet – al menos, en idioma inglés (por ejemplo, en http://en.wikisource.org/wiki/A_Princess_of_Mars). Sin embargo, aunque existe una traducción al español, parece que el copyright de esta traducción aún no ha expirado; al menos, no he logrado encontrarla en ninguna parte. Es por eso que me propuse comenzar con esta traducción. En este momento, no sé con certeza si tendré el tiempo (o las ganas) de continuar con la traducción – pero por ahora, quiero poner aquello que ya traduje a disposición del público.

Las notas al pie de página son comentarios del traductor.

Prefacio


Al lector de esta obra:

Al entregarle a usted el extraño manuscrito del Capitán Carter en forma de libro, creo que sería interesante mencionar algunos detalles acerca de este notable personaje.

Mi primer recuerdo del Capitán Carter es de los pocos meses que pasó en el hogar de mi padre en Virginia, justo antes del inicio de la guerra civil[1]. En ese entonces, yo era un niño de apenas cinco años, pero bien recuerdo el hombre alto, oscuro, de cara suave, y atlético, a quien llamé Tío Jack.

Parecía que siempre estaba riendo; y participó en los deportes de los niños con el mismo compañerismo que demostró hacia los pasatiempos en los cuales participaban los hombres y las mujeres de su propia edad; o bien solía sentarse una hora a la vez, entreteniendo a mi vieja abuela con cuentos de su vida extraña y salvaje por todo el mundo. Todos lo queríamos, y nuestros esclavos[2] prácticamente adoraban el suelo que pisaba.

Era un espléndido espécimen de hombre, a una altura mayor 1,85 metros, de hombros anchos y cadera angosta, con el porte del hombre de combate entrenado. Sus rasgos eran regulares y claros, su cabello negro y bien recortado, mientras que sus ojos eran de un gris acero, reflejando un carácter fuerte y leal, lleno de fuego e iniciativa. Sus modales eran perfectos, y su cortesía era la de un típico caballero sureño del más alto rango.

Su habilidad en el caballo, especialmente detrás de los perros, era una maravilla y un deleite, incluso en ese país de magníficos jinetes. Frecuentemente le oí a mi padre advertirle contra su salvaje imprudencia, pero sólo se reía, y dijo que la caída que le mataría sería del lomo de un caballo que aún no había nacido.

Cuando estalló la guerra, nos dejó, y no le volví a ver por unos 15 ó 16 años. Cuando volvió, era sin aviso previo, y me sorprendió mucho notar que aparentemente no había envejecido ni un momento, ni había cambiado de ninguna otra manera externa. Cuando otros estaban con él, siempre era el mismo tipo genial y alegre que habíamos conocido anteriormente, pero cuando creyía estar solo, alguna vez lo vi contemplando al espacio por horas a la vez, su rostro en una mirada de anhelo nostálgico y miseria sin esperanza; y de noche, solía sentarse así, mirando al cielo, yo no sabía a qué, hasta que leí su manuscrito años más tarde.

Nos dijo que había estado haciendo prospecciones y minando en Arizona parte del tiempo desde la guerra; y quedó claro que había sido muy exitoso por la cantidad ilimitada de dinero de la que estaba provisto. En cuanto a los detalles de su vida durante estos años, él era muy reservado; de hecho, no hablaba de ellos del todo.

Se quedó con nosotros durante aproximadamente un año y luego se fue a Nueva York, donde compró un pequeño lote en el Río Hudson, donde le visité una vez al año en ocasión de mis viajes al mercado de Nueva York – en ese entonces, mi padre y yo éramos dueños de, y operábamos, una cadena de tiendas generales por todo Virginia. El Capitán Carter tenía una cabaña pequeña pero hermosa, situada en un acantilado con vista al río, y durante una de mis últimas visitas, en el invierno de 1885, noté que estaba muy ocupado escribiendo; según creo ahora, este manuscrito.

Me dijo en ese entonces que si algo le sucediera, quería que yo me haga cargo de sus bienes, y me dio una llave a un compartimento en la caja fuerte que estaba en su despacho, y dijo que ahí encontraría su testamento y algunas instrucciones personales, que me hizo prometer que cumpliría con absoluta fidelidad.

Después de que me había retirado por la noche, lo vi desde mi ventana, parado a la luz de la luna en el borde del acantilado con vista al Río Hudson, con sus brazos extendidos hacia el cielo como si estuviera implorando. En ese entonces pensé que estaba orando, aunque nunca tenía conocimientos de que fuera un hombre religioso, en el sentido estricto de la palabra.

Varios meses después de volver a casa de mi última visita, creo que era marzo de 1886, recibí un telegrama de él, pidiéndome que vaya a verle inmediatamente. Yo siempre había sido su favorito entre la generación más joven de los Carters, así que me apuré a cumplir con su exigencia.

Llegué a la pequeña estación, aproximadamente un kilómetro y medio[3] de sus terrenos, la mañana del 4 de marzo de 1886, y cuando le pedí al encargado del coche que me lleve donde el Capitán Carter, respondió que si yo era amigo del Capitán, tenía noticias muy malas para mí; al Capitán lo había encontrado muerto, poco después del amanecer de esa misma mañana, el guardia que cuidaba una propiedad adyacente.

Por algún motivo, esta noticia no me sorprendió, pero me apuré en llegar a su lugar lo antes posible, para poder encargarme de su cuerpo y de sus asuntos.

Encontré al guardia quien lo había descubierto, junto con el jefe local de policía y varios aldeanos, reunidos en su pequeño despacho. El guardia relató los pocos detalles relacionados con el hallazgo del cuerpo, quien, según dijo, aún estaba caliente cuando lo encontró. Dijo que estaba echado en toda su longitud en la nieve, con los brazos extendidos sobre su cabeza hacia el borde del acantilado, y cuando me mostró el lugar, recordé que era exactamente el lugar donde le había visto esas otras noches, con sus brazos alzados al cielo en súplica.

No había señales de violencia en el cuerpo, y con la ayuda de un médico local, el forense jurado rápidamente llegó a la conclusión de una muerte por falla del corazón. Tras que me dejaron solo en el despacho, abrí la caja fuerte y retiré el contenido de la gaveta en la cual me había dicho que encontraría sus instrucciones. Eran de lo más extrañas, pero las he seguido hasta el último detalle, lo más exacto que pude.

Me instruyó que retire su cuerpo a Virginia sin embalsamarlo, y que lo coloquen en un ataúd abierto dentro de un sepulcro que él había mandado construir anteriormente y que, según averigüé más tarde, estaba bien ventilado. Las instrucciones me inculcaron que yo tenía que vigilar personalmente de que esto se lleve a cabo precisamente como lo había instruido, aun en secreto si fuera necesario.

Había dejado sus propiedades de tal manera que yo recibiría todo el ingreso durante 25 años; después de este período, el capital llegaría a ser mío. Sus instrucciones adicionales se relacionaban con este manuscrito que yo debía mantener sellado y sin leer, tal como lo había encontrado, por once años; y no debía divulgar su contenido hasta 21 años después de su muerte.

Una característica extraña del sepulcro, donde aún descansa su cuerpo, es que la puerta masiva está equipada con un único muelle de bloque enorme, dorado, que sólo se podía abrir desde el interior.

Atentamente,

Edgar Rice Burroughs.

Capítulo I: En los cerros de Arizona


Soy un hombre muy viejo; no sé cuán viejo. Tal vez tenga cien años, tal vez más; pero no lo sé, ya que no he envejecido como otros hombres, ni tampoco recuerdo ninguna niñez. Hasta donde yo recuerde, siempre he sido un hombre, de aproximadamente treinta años. Hoy me veo igual que cuarenta años atrás y más, y aun así siento que no puedo seguir viviendo por siempre, que algún día moriré la muerte verdadera de la cual no hay resurrección. No sé por qué temería a la muerte, yo quien he muerto dos veces y sigo vivo; pero aun así le tengo el mismo terror como alguien quien nunca ha muerto, y es por este horror a la muerte, según creo, que estoy tan convencido de mi mortalidad.

Y por esta convicción, decidí escribir la historia de los períodos interesantes de mi vida y mi muerte. No puedo explicar los fenómenos; sólo puedo escribir aquí, en las palabras de un soldado ordinario de la fortuna, una crónica de los extraños eventos que me sucedieron durante los diez años que mi cadáver yacía, sin ser descubierto, en una cueva de Arizona.

Nunca conté esta historia, y ningún hombre mortal verá este manuscrito hasta que yo haya pasado a la eternidad. Sé que la mente humana promedia no creerá lo que no puede comprender, así que no tengo la intención de ser puesto en ridículo por el público, el púlpito y la prensa, y acusado de ser un mentiroso colosal, cuando todo lo que hago es contar las simples verdades que algún día comprobará la ciencia. Posiblemente el conocimiento que obtuve en Marte, y el conocimiento que ahora anotaré en esta crónica, ayudarán en una temprana comprensión de los misterios de nuestro planeta hermano; misterios para usted, pero ya no son misterios para mí.

Mi nombre es John Carter; mejor conocido como Capitán Jack Carter de Virginia. Al final de la Guerra Civil, me encontré en posesión de varios cientos de miles de dólares (confederados)[4] y una comisión de capitán en la rama de caballería de un ejército que ya no existió; el sirviente de un estado que se había desvanecido, junto con las esperanzas del Sur. Sin maestro, sin dinero, y con mi única fuente de ingreso, el combate, desaparecida, decidí ir trabajando hacia el suroeste e intentar recuperar mis fortunas caídas, en una búsqueda por el oro.

Pasé casi un año haciendo prospección en compañía de otro oficial confederado, el Capitán James K. Powell de Richmond. Éramos extremadamente afortunados, pues a fines del invierno de 1865, después de muchas penurias y privaciones, ubicamos la vena de cuarzo con contenido de oro más notable que nuestros sueños más descabellados habían imaginado. Powell, quien había sido educado como ingeniero en minería, afirmó que habíamos descubierto un valor de más de un millón de dólares de mineral, en apenas tres meses.

Como nuestro equipamiento era en extremo primitivo, decidimos que uno de nosotros debía volver a la civilización, comprar la maquinaria necesaria y volver con una fuerza laboral apropiada para operar la mina.

Como Powell estaba familiarizado con la región, como también con los requerimientos mecánicos de la minería, decidimos que lo mejor sería que él haga el viaje. Acordamos que yo debía sostener nuestra demanda, por la posibilidad remota de que pasara algún prospector ambulante.

El 3 de marzo de 1866, Powell y yo empacamos sus provisiones en dos de nuestros burros, y, despidiéndose de mí, montó su caballo, y comenzó su viaje bajando la montaña hacia el valle, por la que pasaba la primera etapa de su viaje.

La mañana de la partida de Powell era clara y hermosa, como casi todas las mañanas de Arizona; yo le podía ver a él y a sus pequeños animales de carga buscando su camino para bajar la montaña hacia el valle, y durante toda la mañana vi vislumbres de ellos cuando subían a un montículo o salieron en una plataforma plana. Mi último vistazo de Powell era como a las tres de la tarde, cuando entró a las sombras de la cordillera en el lado opuesto del valle.

Como media hora después, casualmente le eché una mirada por el valle, y me sorprendí al ver tres puntitos, aproximadamente en el mismo lugar en el cual les había visto a mi amigo y a sus dos animales de carga. No me gusta preocuparme innecesariamente, pero cuanto más traté de convencerme de que todo estaba bien con Powell, y de que los puntos que había visto en su camino eran antílopes o caballos salvajes, menos logré tranquilizarme.

Desde que habíamos entrado al territorio, no habíamos visto ningún indio hostil, y por lo tanto nos habíamos vuelto descuidados en extremo, y solíamos ridiculizar las historias que oíamos sobre el gran número de estos crueles merodeadores, que, según decían, frecuentaban los senderos, hacían estragos en vidas y tortura de cualquier grupo blanco que caía en sus garras despiadadas.

Yo sabía que Powell estaba bien armado, y que además era un combatiente de indios experimentado, pero yo también había vivido y combatido durante años entre los Sioux del norte, y sabía que sus probabilidades eran reducidas contra un grupo de astutos Apaches rastreadores. Finalmente no podía aguantar más el suspenso, y, armado con mis dos revólveres Colt y un fusil, amarré dos cinturones de cartuchos a mi alrededor y, después de atrapar a mi caballo de montar, bajé por el camino que había tomado Powell en la mañana.

En cuanto llegué a un suelo más o menos plano, le hice apurar a mi caballo, y continué esto, siempre que lo permitía el camino, hasta que, cerca del atardecer, descubrí el lugar donde otras huellas se juntaban con las de Powell. Tres de ellas eran las huellas de ponis no herrados, y los ponis habían estado galopando.

Seguí rápidamente hasta que, al ponerse oscuro, me vi obligado a esperar que se levante la luna, y tenía la oportunidad de especular sobre cuán prudente era mi persecución. Posiblemente había conjurado peligros imposibles, como algún ama de casa vieja y nerviosa, y cuando le alcanzaría a Powell, recibiría una buena risa por mis molestias. Sin embargo, no estoy propenso a sensibilidades, y el seguir un sentido de deber, a donde sea que me lleve, siempre ha sido un tipo de fetiche para mí durante toda mi vida; esto tal vez explique los honores que me fueron conferidos por tres repúblicas y las decoraciones y la amistad de un anciano y poderoso emperador y de varios reyes menores, en cuyo servicio mi espada se puso roja en más de una ocasión.

Alrededor de las nueve de la noche, la luna estaba suficientemente brillante como para proceder en mi camino, y no tenía dificultades en seguir las huellas a un paso rápido, y en algunos lugares en un trote enérgico, hasta que, cerca de la medianoche, llegué al agujero de agua donde Powell había planificado acampar. Llegué al lugar inesperadamente, lo encontré completamente desierto, sin señales de que recientemente habría sido usado como campamento.

Estaba interesado en notar que las huellas de los jinetes que lo perseguían, pues ahora estaba convencido que se trataba de eso, continuaron tras Powell con apenas una pequeña pausa en el agujero de agua; y siempre a la misma velocidad como la suya.

Ahora yo estaba seguro de que los perseguidores eran Apaches y que deseaban capturar a Powell vivo, por el placer diabólico de la tortura, así que apuré a mi caballo hacia adelante a una velocidad bastante peligrosa, esperando, contra toda expectativa, de poder alcanzar a los bribones rojos antes de que le atacaran.

Una especulación adicional fue cortada repentinamente por el débil sonido de dos disparos muy por delante de mí. Sabía que Powell me necesitaría ahora más que nunca, e inmediatamente apuré a mi caballo a su máxima velocidad por el sendero montañoso angosto y difícil.

Había avanzado tal vez un kilómetro y medio sin escuchar sonidos adicionales, cuando el sendero repentinamente se abrió paso a una planicie pequeña y abierta cerca de la cumbre del paso. Yo había pasado por un barranco angosto y sobresaliente justo antes de entrar repentinamente a esta tierra plana, y la vista que vieron mis ojos me llenó de consternación y espanto.

La pequeña extensión de tierra plana estaba blanca de tepees indios, y probablemente había como medio millar de guerreros rojos agrupados alrededor de algún objeto cerca del centro del campamento. Su atención estaba tan concentrada en este punto de interés que no me notaron, y yo hubiera podido volver fácilmente a los huecos oscuros del barranco, y escapar en perfecta seguridad. Sin embargo, el hecho de que este pensamiento no se me ocurrió hasta el próximo día elimina cualquier posibilidad de poder reclamar un heroísmo, al que la narración de este episodio me daría derecho de otra manera.

No creo que sea hecho del material que conforma a los héroes, ya que, en los cientos de instancias en las que mis actos voluntarios me confrontaron cara a cara con la muerte, no puedo recordar ni una sola en la que se me ocurrió una acción alternativa a la que tomé, hasta varias horas después. Evidentemente, mi mente está constituida de tal manera que subconscientemente estoy obligado hacia el sendero del deber, sin recurso a cansadores procesos mentales. Sea como fuera, nunca he lamentado el hecho de que la cobardía no es una opción para mí.

En esta instancia, claro está, estaba seguro que Powell era el centro de la atracción, pero no sé si pensé o actué primero; pero dentro de un instante desde el momento que vi la escena, yo había sacado mis revólveres y estaba a la carga, bajando por todo el ejército de guerreros, disparando rápidamente y dando alaridos tan fuertes como podía. Estando solo, no podía haber seguido una mejor táctica, ya que los hombres rojos, convencidos por la sorpresa repentina de que no menos que un regimiento de regulares estaba sobre ellos, se dieron vuelta y huyeron en todas las direcciones en busca de sus arcos, flechas y rifles.

La vista que su huida precipitada me reveló me llenó de temor y de furia. Bajo los claros rayos de la luna de Arizona yacía Powell, su cuerpo lleno de las flechas hostiles de los guerreros. No podía sino estar convencido de que ya estaba muerto, y sin embargo, hubiera salvado su cuerpo de la mutilación a manos de los Apaches tan rápidamente como hubiera salvado al hombre mismo de la muerte.

Cabalgando cerca de él me agaché de la montura, y agarrando su cinturón de cartuchos, le subí a la cruz de mi montura. Una mirada hacia atrás me convenció que volver por el camino que había venido sería más peligroso que continuar por la planicie, así que, clavando mis espuelas a la pobre bestia, salí galopando hacia la apertura del paso que podía distinguir en el extremo opuesto de la planicie.

Hasta mientras, los indios habían descubierto que yo estaba sola, y fui perseguido por imprecaciones, flechas y balas de rifle. El hecho de que es difícil apuntar con precisión cualquier cosa que no sean imprecaciones a la luz de la luna, que estaban alterados por la forma repentina e inesperada de mi llegada, y que yo era un blanco que se movía bastante rápido, me salvó de varios de los proyectiles mortíferos del enemigo, y me permitió llegar a las sombras de las cumbres circundantes antes de que se podía organizar una persecución organizada.

Mi caballo estaba yendo prácticamente sin ser guiado, ya que yo sabía que probablemente yo tenía menos conocimiento de la ubicación exacta del paso que él, y así ocurrió que entró a un desfiladero que llegó a la cumbre de sierra y no al paso que yo había esperado que me llevaría al valle y a la seguridad. Sin embargo, es probable que a este hecho le deba mi vida y las notables experiencias y aventuras que me acontecieron los próximos diez años.

Me di cuenta por primera vez que estaba en el sendero incorrecto cuando oí que los gritos de los salvajes que me perseguían repentinamente se ponían más y más débiles, lejos a mi izquierda.

Entonces, sabía que habían pasado a la izquierda de la formación de rocas dentada en el borde de la planicie, a la derecha de la cual mi caballo nos había llevado a mí, y al cuerpo de Powell.

Tiré las riendas en un pequeño promontorio plano con vista a la senda de abajo, y a mi izquierda vi el grupo de salvajes en persecución, desapareciendo por la punta de un pico vecino.

Sabía que los indios pronto se darían cuenta de que estaban en el camino incorrecto, y que su búsqueda por mí se renovaría en la dirección correcta en cuanto podían ubicar mis huellas.

Yo apenas había continuado una distancia corta cuando lo que parecía ser una excelente senda se abrió alrededor de la superficie de un acantilado alto. La senda estaba plana y bastante ancha, e iba hacia arriba y en la dirección general en la que yo quería ir. El acantilado se alzó unos cientos de metros a mi derecha, y a la izquierda había una caída igual, y casi perpendicular, hacia el fondo de un barranco rocoso.

Yo había seguido esta senda unos cien metros cuando un giro repentino a la derecha me llevó a la boca de una cueva grande. La apertura tenía más de un metro de alto y poco más de un metro de ancho, y en esta apertura terminó la senda.

Ahora era de mañana, y con la acostumbrada falta de amanecer que es una característica notable de Arizona, se había vuelto de día prácticamente sin previo aviso.

Desmonté y coloqué a Powell sobre el suelo, pero la revisión más cuidadosa no demostró la menor seña de vida. Forcé agua de mi cantimplora por sus labios muertos, lavé su cara y froté sus manos, manipulándole continuamente por casi una hora, en vista del hecho de que sabía que estaba muerto.

Powell me gustaba mucho; era todo un hombre en todo sentido; un pulido caballero sureño; un firme y verdadero amigo; y era con un sentimiento del más profundo  pesar que finalmente abandoné mis toscos intentos de resucitación.

Dejando el cuerpo de Powell donde yacía en la repisa, entré a la cueva para hacer un reconocimiento. Encontré una cámara grande, posiblemente unos treinta metros de diámetro y diez a doce metros de alto; un piso liso y bien gastado, y muchas otras evidencias de que, en algún período remoto, la cueva había estado habitada. La parte de atrás de la cueva estaba tan perdida en sombras densas que no podía distinguir si había aperturas a otros apartamentos o no.

Mientras continuaba con mi investigación, comencé a sentir un agradable cansancio deslizándose sobre mí; yo lo atribuía a la fatiga de mi larga y agotadora cabalgata, y a la reacción de la agitación del combate y de la persecución. Me sentí relativamente seguro en mi ubicación actual, ya que sabía que un solo hombre podía defender el sendero que iba hacia la cueva contra todo un ejército.

Pronto me sentí tan cansado que apenas podía resistir el fuerte deseo de arrojarme sobre el piso de la cueva por unos momentos de descanso, pero sabía que eso no podría ser, ya que significaría una muerte segura en manos de mis amigos rojos, quienes podrían llegar en cualquier momento. Con un esfuerzo comencé a ir hacia la entrada de la cueva, sólo para tambalearme, como si estuviera borracho, contra una pared lateral, y de ahí resbalarme, boca abajo, sobre el suelo.

Capítulo II: El escape de la muerte


Me sobrevino un sentido de delicioso ensueño, mis músculos se relajaron, y estaba a punto de ceder a mi deseo de dormir cuando llegó a mis oídos el sonido de caballos que se acercaban. Intenté ponerme de pie, pero me di cuenta, horrorizado, que mis músculos se negaron a responder a mi voluntad. Ahora estaba bien despierto, pero tan incapaz de mover un músculo como si me hubiera convertido en piedra. Fue entonces, por primera vez, que noté un leve vapor que llenó la cueva. Era extremadamente tenue, y sólo se lo podía notar contra la apertura que llevó a la luz del día. También llegó, a mis fosas nasales, un olor débil y punzante, y sólo podía suponer que había sido vencido por algún gas venenoso, pero no pude sondear por qué mantendría mis facultades mentales, y aun así estaría incapaz de moverme.

Estaba echado, con vista hacia la entrada de la cueva, donde pude ver el corto trecho de la senda que estaba entre la cueva y la curva del acantilado por el que pasaba la senda. El sonido de caballos que se acercaba había cesado, y supuse que los indios estaban arrastrándose a hurtadillas hacia mí a lo largo de la pequeña repisa que llevó a mi tumba viviente. Recuerdo que estaba con la esperanza de que harían un trabajo rápido conmigo, ya que no disfrutaba mucho el pensamiento de las innumerables cosas que me podrían hacer si les impulsaba su ánimo.

No tenía que esperar mucho antes de que un sonido sigiloso me advirtió de su cercanía, y luego un rostro con capó de guerra y pintado se empujaba cautelosamente por la esquina del acantilado, y ojos salvajes miraron a los míos. Estaba seguro que me podía ver a la débil luz de la cueva, pues la luz temprana del sol estaba cayendo de pleno sobre mí, por la apertura.

En vez de acercarse, el tipo meramente se quedó parado y miró fijamente; sus ojos abultados y su quijada caída. Y luego apareció otro rostro salvaje, y un tercero, cuarto y quinto, estirando sus cuellos sobre los hombros de sus compañeros a quienes no podían pasar por el saliente estrecho. Cada rostro era la imagen de asombro y temor, pero no supe por qué razón, ni lo averigüé hasta diez años más tarde. Era evidente que habían aún más guerreros detrás de los que me miraron, por el hecho de que los de adelante les hablaron en susurros a los estaban detrás de ellos.

Repentinamente, un gemido débil pero claro salió del hueco de la cueva detrás de mí y, cuando llegó a los oídos de los indios, se dieron vuelta y huyeron aterrorizados, llenos de pánico. Tan frenéticos fueron sus intentos de escaparse de la cosa detrás de mí que yo no había visto, que uno de los guerreros fue lanzado de cabeza del acantilado a las rocas de abajo. Sus gritos salvajes dejaron su eco en el cañón por un tiempo corto, y luego, una vez más, había silencio.

El sonido que les había asustado no se repitió, pero era suficiente como para dejarme especulando sobre el posible horror que estaba al acecho en las sombras detrás de mí. El temor es un término relativo, de modo que sólo puedo medir mis sentimientos en ese entonces por lo que experimenté en situaciones de peligro previas y por las que pasé desde entonces; pero puedo decir, sin avergonzarme, que si los sentimientos por los que pasé durante los siguientes minutos eran temor, entonces, que Dios le ayude al cobarde, pues la cobardía, de seguro, es su propio castigo.

Estar paralizado, con la espalda contra algún peligro horrible y desconocido, de cuyo mero sonido los feroces apaches huyeron en una alocada estampida, como huiría locamente un rebaño de ovejas de una jauría de lobos, me parece ser lo máximo en predicamentos temibles para un hombre que había estado acostumbrado a combatir por su vida con toda la energía de un físico poderoso.

Varias veces pensé que oía sonidos débiles detrás de mí como de algo que se movía cautelosamente, pero eventualmente incluso estos cesaron, y sólo me quedaba contemplar mi situación sin interrupción. Sólo podía conjeturar vagamente sobre la causa de mi parálisis, y mi única esperanza era que pase tan rápidamente como había caído sobre mí.

Al atardecer, mi caballo, que se había quedado parado delante de la cueva con las riendas caídas, comenzó a bajar lentamente por la senda, evidentemente en búsqueda de alimento y agua, y me quedé solo con el misterioso compañero desconocido y el cadáver de mi amigo, que estaba justo dentro de mi rango de visión sobre la repisa en la que lo había colocado temprano en la mañana.

Desde entonces, tal vez hasta la medianoche, todo era silencio, el silencio de los muertos; luego, repentinamente, el horrible gemido de la mañana llegó a mis oídos sobresaltados, y nuevamente, de las sombras negras, vino el sonido de algo que se movía, y un débil crujir como de hojas muertas. La conmoción para mi sistema nervioso, ya de por sí sobrecargado, era terrible en extremo, y con un esfuerzo sobrehumano intenté liberarme de mis atroces ataduras. Era un esfuerzo de la mente, de la voluntad, de los nervios; no muscular, pues no podía siquiera mover mi meñique, pero de todos modos era un esfuerzo considerable. Y luego, algo cedió, había un sentimiento momentáneo de náusea, un chasquido fuerte como cuando se rompe un alambre de acero, y estaba parado con mi espalda contra la pared de la cueva, enfrentado a mi enemigo desconocido.

Y luego, la luz de la luna inundó la cueva, y ahí, delante de mí, yacía mi propio cuerpo como había estado todas estas horas, con los ojos mirando hacia la repisa abierta, y las manos descansando flácidamente sobre el suelo. Primero miré a mi forma sin vida ahí sobre el suelo de la cueva, y luego me miré a mí mismo en total perplejidad; pues ahí yacía yo, vestido, y sin embargo aquí estaba parado, pero desnudo como el momento de mi nacimiento.

La transición había sido tan repentina e inesperada que por un momento me hizo olvidar todo excepto mi extraña metamorfosis. Mi primer pensamiento era, ¡esto, acaso, sería la muerte! ¡Será que realmente pasé para siempre a esa otra vida! Pero no pude creer eso, ya que podía sentir mi corazón palpitando contra mis costillas por mis esfuerzos de liberarme de la anestesia que me había sujetado. Mi respiración venía en jadeos rápidos y cortos, el sudor frío salía de cada poro de mi cuerpo, y el antiguo experimento de pincharme reveló que yo era cualquier cosa menos un fantasma.

Nuevamente, repentinamente fui recordado de mis alrededores inmediatos por una repetición del extraño quejido de las profundidades de la cueva. Desnudo y desarmado como estaba, no tenía deseos de enfrentar la cosa desconocida que me amenazaba.

Mis revólveres estaban sujetados a mi cuerpo sin vida, y por algún motivo insondable, no me animaba a tocarles. Mi fusil estaba en su caña, atado a mi montura, y como mi caballo se había ido, me quedé sin medios de defensa. Mi única alternativa parecía huir, y mi decisión fue cristalizada por una repetición del sonido crujiente de la cosa que ahora, en la profundidad de la cueva y para mi imaginación distorsionada, parecía estar arrastrándose a hurtadillas hacia mí.

Incapaz de seguir resistiendo la tentación de escaparme de este horrible lugar, salté rápidamente por la apertura a la luz de las estrellas de una clara noche de Arizona. El fresco aire montañoso fuera de la cueva actuó como un tónico inmediato, y sentí una nueva vida y un nuevo coraje fluir por mi interior. Pausando sobre el borde del saliente, me preparé para lo que ahora me parecía ser una preocupación totalmente injustificada. Razoné que había estado echado indefenso por varias horas dentro de la cueva, sin embargo nada me había molestado, y mi mejor juicio, cuando podía seguir la dirección de un razonamiento claro y lógico, me convenció de que los ruidos que había escuchado seguramente provenían de causas totalmente naturales e inofensivas; probablemente la conformación de la cueva era tal que una brisa suave había causado los sonidos que escuché.

Decidí investigar, pero primero levanté mi cabeza para llenar mis pulmones con el aire puro y vigorizante de las montañas. Al hacer esto, vi extendiéndose debajo de mí la hermosa vista del barranco rocoso, y la planicie llena de cactus, convertida, por la luz de la luna, en un milagro de suave esplendor y de maravilloso encanto.

Pocos milagros occidentales son más inspiradores que las bellezas de un paisaje de Arizona a la luz de la luna; las montañas plateadas a la distancia, las extrañas luces y sombras sobre un arroyo, y los detalles grotescos de los cactus tiesos, pero hermosos, forman un cuadro a la vez encantador e inspirador; como si se estuviera viendo, por primera vez, un vislumbre de un mundo muerto y olvidado, tan distinto es del aspecto de cualquier otro lugar sobre la tierra.

Mientras estaba ahí, meditando de parado, volví mi mirada del paisaje a los cielos, donde la miríada de estrellas formó un pabellón espléndido y adecuado para las maravillas de la escena terrestre. Mi atención se dirigió rápidamente a una estrella grande y roja, cerca del horizonte distante. Mientras la miré, sentí el encanto de una fascinación sobrecogedora – era Marte, el dios de la guerra, y para mí, el combatiente, siempre había tenido el poder de un encanto irresistible. Mientras lo miré en esa noche distante, me parecía llamar por el vacío impensable, de seducirme hacia sí, de atraerme como el imán atrae a una partícula de hierro.

Mi anhelo era más allá del poder de la oposición; cerré mis ojos, extendí mis brazos hacia el dios de mi vocación y me sentí arrastrado, con la velocidad del pensamiento, por la inmensidad sin caminos del espacio. Había un instante de frío extremo y de total oscuridad.

Capítulo III: Mi llegada a Marte


Abrí mis ojos sobre un paisaje extraño y exótico. Sabía que estaba en Marte; ni una sola vez cuestioné ya sea mi cordura o si estaba despierto o no. No estaba dormido, no había necesidad de pincharme en este caso; mi conciencia interior me dijo tan claramente que estaba sobre el Marte, como a usted su mente consciente le dice que está sobre la Tierra. No cuestiona el hecho; tampoco lo hice yo.

Me encontré echado boca abajo sobre un lecho de vegetación amarillenta, parecida al musgo, que se extendía a mi alrededor en todas las direcciones por innumerables kilómetros. Yo parecía estar echado en una cuenca profunda y circular, alrededor de cuyo borde exterior podía distinguir las irregularidades de cerros bajos.

Era el medio día, el sol estaba brillando de pleno sobre mí y su calor era bastante intenso sobre mi cuerpo desnudo, pero no mayor de lo que lo estaría bajo condiciones similares en un desierto de Arizona. Había uno que otro afloramiento de roca de cuarzo que brillaba a la luz del sol; y un poco a mi izquierda, tal vez a unos cien metros, apareció un recinto bajo, amurallado, de poco más de un metro de alto. No había evidencia de agua ni de alguna vegetación aparte del musgo, y como estaba algo sediento, decidí explorar un poco.

Levantándome, recibí mi primera sorpresa marciana, ya que el esfuerzo, que en la tierra me habría hecho parar recto, en el aire marciano me hizo subir a una altura de casi tres metros. Sin embargo, aterricé suavemente sobre el suelo, sin un golpe o una sacudida notable. Ahora comenzaron una serie de evoluciones que incluso entonces parecían ridículas en extremo. Hallé que tenía que volver a aprender a caminar, ya que el esfuerzo muscular que me hizo mover con facilidad y seguridad sobre la tierra me jugó extrañas travesuras sobre el Marte.

En vez de avanzar de una manera cuerda y digna, mis intentos de caminar resultaron en una variedad de saltitos que me hicieron levantar del suelo como un metro con cada paso, y me dejaron echado sobre mi cara o de espalda al final de cada segundo o tercer salto. Mis músculos, perfectamente afinados y acostumbrados a la fuerza de gravitación sobre la Tierra, me hicieron travesuras al intentar, por primera vez, de confrontarme a la menor gravitación y presión atmosférica en el Marte.

Sin embargo, estaba decidido de explorar la estructura baja que era la única evidencia de habitantes a la vista, así que se me ocurrió el plan singular de revertir a los primeros principios de la locomoción – es decir, de arrastrarme. Lo logré bastante bien, y al cabo de pocos momentos había alcanzado la pared baja del recinto.

No parecían haber puertas ni ventanas hacia mi lado, pero como la pared apenas tenía poco más de un metro de alto, me puse de pie cautelosamente, y miré sobre la parte de arriba, viendo el espectáculo más extraño que jamás haya visto.

El techo del recinto era de vidrio sólido, de unos 12-15 cm de grosor, y debajo había cientos de huevos grandes, perfectamente redondos y de un blanco níveo. Los huevos eran de un tamaño casi uniforme, siendo de un diámetro de aproximadamente 75 cm.

Cinco o seis ya habían eclosionado, y las caricaturas grotescas que estaban sentadas, parpadeando, a la luz del sol, eran suficientes como para hacerme dudar de mi cordura. Parecían consistir principal de cabeza, con cuerpecitos flacos, cuellos largos y seis patas o, según aprendí posteriormente, dos piernas y dos brazos, y un par de miembros intermedios que podían usar ya sea como brazos o como piernas. Sus ojos estaban en extremos opuestos de sus cabezas, un poco encima del centro, y sobresalían de tal manera que los podían dirigir hacia adelante o hacia atrás, y también independientes uno de otro, permitiéndole así, a este extraño animal, mirar en cualquier dirección, o en dos direcciones a la vez, sin necesidad de girar la cabeza.

Las orejas, ligeramente encima de los ojos y más cercanos entre sí, eran pequeñas antenas en forma de tasa, sobresaliendo no más de 2,5 cm en estos especímenes jóvenes. Sus narices eran apenas ranuras longitudinales al centro de sus rostros, al medio entre sus bocas y sus orejas.

No había pelos en sus cuerpos, que eran de un color claro, amarillento-verde. En los adultos, como averiguaría pronto, este color se profundiza a un verde olivo, y es más oscuro en el hombre que en la mujer. Además, las cabezas de los adultos no están tan desproporcionadas con respecto a sus cuerpos, como en el caso de los pequeños.

El iris de los ojos es de un color rojo sangre, mientras que la pupila es oscura. El globo ocular mismo es muy blanco, al igual que los dientes. Estos últimos le agregan una apariencia muy feroz a un rostro que ya de por sí es temible y terrible, ya que los colmillos inferiores se doblan hacia arriba en puntas afiladas, que terminan aproximadamente donde están los ojos de los humanos terrestres. La blancura de los dientes no es la del marfil, sino la de la porcelana más nívea y brillante. Contra el trasfondo oscuro de sus pieles oliva, sus colmillos sobresalen de una manera muy notable, haciendo que estas armas presenten una apariencia singularmente formidable.

La mayoría de estos detalles los noté más tarde, pues no tenía mucho tiempo de especular sobre las maravillas de mi nuevo descubrimiento. Había visto que los huevos estaban en proceso de eclosionar, y mientras estaba parado observando los espantosos monstruitos salir de sus cáscaras, no noté que se acercaban unos veinte marcianos adultos detrás de mí.

Viniendo sobre el musgo suave y sin sonido, que cubre prácticamente la totalidad de la superficie de Marte con excepción de las áreas congeladas en los polos y los escasos distritos cultivados, me podrían haber capturado fácilmente, pero sus intenciones eran mucho más siniestras. Era el sonar de los atavíos del guerrero que estaba más al frente lo que me advirtió.

Mi vida dependía de algo tan pequeño que frecuentemente me maravillé de haber escapado tan fácilmente. Si el rifle del líder del grupo no se hubiera recorrido de sus ataduras al lado de su montura de tal manera que golpeaba contra la parte trasera de su gran lanza cubierta de metal, me hubiera extinguido sin que yo supiera jamás que la muerte estaba cerca. Pero el pequeño sonido me hizo dar la vuelta, y ahí delante de mí, a menos de tres metros de mi pecho, estaba la punta de esa gigantesca lanza, una lanza de 12 metros de largo, cubierta con metal brillante, y sujetada bajo al lado de una réplica montada de los diablitos que había estado observando.

Pero cuán débiles e inofensivos se veían ahora, al lado de esta enorme y terrible encarnación del odio, de venganza y de muerte. El hombre mismo, pues así quisiera llamarlo, tenía más de cuatro metros de altura, y una masa de unos cien kilogramos. Se sentó sobre su montura como nosotros nos sentamos sobre un caballo, sujetando el tronco del animal con sus miembros inferiores, mientras que las manos de sus dos brazos derechos sujetaron su inmensa lanza bajo, al lado de su montura; sus dos brazos izquierdos estaban extendidos lateralmente para ayudarle a mantener el equilibro, y la cosa que montaba no tenía ningún tipo de brida ni riendas para guiar.

¡Y su animal de montar! ¡Cómo lo pueden describir las palabras terrestres! Tenía una altura de tres metros en el hombro; tenía cuatro patas a cada lado; una cola plana y ancha, más grande en la punta que en la raíz, que sujetó recto hacia atrás cuando corría; una boca grande que partió su cabeza desde su hocico hasta su cuello largo y masivo.

Al igual que su maestro, estaba totalmente desprovisto de pelos, pero era de un color pizarra oscuro, y excesivamente suave y lustroso. Su panza era blanca, y sus pies cambiaron de color, del color pizarra en sus hombros y caderas, hasta un amarillo vívido en los pies. Los pies mismos eran bastante acolchados y sin uñas; este hecho también había contribuido a su acercamiento sigiloso; en conjunto con una gran cantidad de patas, esta es una característica típica de la fauna marciana. Únicamente el tipo de hombre más elevado y un animal adicional, el único mamífero que existe sobre Marte, tienen uñas bien formadas, y aquí no hay absolutamente ningún animal con pezuñas.

A este demonio que me estaba atacando le seguían otros diecinueve, similares en todo respecto, pero, según averigüe más tarde, con rasgos individuales específicos; al igual como no hay dos de nosotros que son idénticos, aunque seamos hechos de un mismo molde. Este cuadro, o más bien, pesadilla materializada, que he descrito en detalle, apenas me dio una impresión terrible y rápida cuando me di la vuelta para confrontarlos.

Desarmado y desnudo como estaba, la primera ley de la naturaleza se manifestó en la única solución posible de mi problema inmediato, que era salir de la cercanía de la punta de la lanza atacante. En consecuencia, di un salto muy terrestre, y a la vez sobrehumano, para alcanzar la parte superior de la incubadora marciana, pues había determinado que este tenía que ser su uso.

Mis esfuerzos fueron coronados de un éxito que me aterró no menos de lo que parecía sorprender a los guerreros marcianos, pues me hizo subir casi diez metros al aire, y aterrizar a treinta metros de mis perseguidores y en el lado opuesto del recinto.

Aterricé fácilmente, y sin contratiempos, sobre el helecho suave, y al darme la vuelta, vi a mis enemigos alineados contra la pared distante. Algunos me estaban observando con expresiones que, según descubrí más tarde, marcaban un asombro extremo, y los otros evidentemente se estaban cerciorando de que no había importunado a sus crías.

Estaban conversando entre sí en sonidos bajos, y gesticulando y señalando hacia mí. El descubrimiento de que no había dañado a los pequeños marcianos, y de que estaba desarmado, seguramente hizo que mi miraran con menos fiereza; pero, según averigüé más tarde, la cosa que más pesaba a mi favor era mi exhibición de saltos.

Si bien los marcianos son inmensos, sus huesos son muy grandes, y su musculatura apenas está en proporción a la gravedad que tienen que superar. Como resultado, son infinitamente menos ágiles y menos poderosos, en proporción a su peso, que un hombre terrícola, y dudo que si alguno de ellos fuera transportado repentinamente a la Tierra podría levantar su propio peso del suelo; de hecho, estoy convencido de que no podrá hacerlo.

Mi hazaña, entonces, era tan maravillosa sobre Marte como hubiera sido en la Tierra, y, si bien antes tenían el deseo de aniquilarme, repentinamente me vieron como un descubrimiento maravilloso que debía ser capturado y exhibido entre sus compañeros.

El respiro que me había dado mi agilidad inesperada me permitió formular planes para el futuro inmediato, y notar más de cerca la apariencia de estos guerreros, pues no podía disociar a esta gente, en mi mente, de aquellos otros guerreros que me habían estado persiguiendo apenas el día anterior.

Noté que cada uno de ellos estaba armado con varias otras armas además de la enorme lanza que he descrito. El arma que me hizo decidir no intentar una huida era evidentemente algún tipo de rifle, y por algún motivo, tenía la impresión de que ellos eran muy eficientes en su manejo.

Estos rifles eran de un metal blanco cubierto de madera; más adelante averigüé que era un material muy liviano y bastante duro, muy preciado sobre el Marte, y totalmente desconocido a nosotros los terrícolas. El metal del barril es una aleación compuesta principalmente de aluminio y acero que ellos han aprendido a templar con una dureza que excedía, de lejos, la del acero con el cual estamos familiarizados. El peso de estos rifles es relativamente reducido, y con los proyectiles del elemento radio que usan, y la gran longitud del barril, son extremadamente mortíferos, con un alcance que sería impensable sobre la tierra. El alcance efectivo teórico de estos rifles es de 500 kilómetros, pero lo mejor que pueden hacer en el servicio real, cuando están ocupados con sus buscadores inalámbricos y vista, es poco más de 300 kilómetros.

Esto es suficientemente lejos como para imbuirme de un gran respeto por el arma de fuego marciana, y alguna fuerza telepática debió haberme advertido contra un intento de escaparme, a plena luz del día, bajo las bocas de estas máquinas mortíferas.

Después de conversar brevemente, los marcianos se dieron la vuelta y cabalgaron en la dirección de la que habían venido, dejando a uno de ellos solo por el recinto. Cuando habían cubierto unos 200 metros, se detuvieron, y girando sus animales de montar hacia nosotros, se sentaron, observando el guerrero por el recinto.

Era su lanza que casi me había traspasado, y evidentemente era el líder de la banda, ya que me di cuenta que parecían moverse a su posición actual por instrucciones suyas. Cuando su grupo se detuvo, desmontó, tiró al suelo su lanza y sus armas pequeñas, y se dio la vuelta a la incubadora, hacia mí, totalmente desarmado y tan desnudo como yo, excepto por los ornamentos sujetados sobre su cabeza, miembros y pecho.

Cuando estaba a unos 15 metros de mí, desabrochó un enorme brazalete metálico y, sujetándolo hacia mí en la palma abierta de su mano, se dirigió a mí en una voz clara y resonante, pero en un idioma que, como es de suponerse, no podía comprender. Luego se detuvo como para esperar mi respuesta, levantando sus orejas que parecían antenas, y dirigiendo sus ojos, de aspecto extraño, aún más hacia mí.

Como el silencio se volvía incómodo, decidí intentar algo de conversación por mi parte, ya que había supuesto que estaba haciendo señales de paz. ¡El hecho de tirar sus armas y el retiro de sus tropas antes de su avance hacia mí hubieran significado una misión pacífica en cualquier parte de la Tierra, así que por qué no en Marte!

Colocando mi mano sobre mi corazón, hice una inclinación profunda ante el marciano, y le expliqué que, si bien no comprendía su idioma, sus acciones hablaron de la paz y de la amistad que en el momento actual me eran muy estimados. Claro que igualmente podría haber balbuceado, de acuerdo a la información que mis palabras le transmitieron, pero él comprendió la acción con la que inmediatamente seguí a mis palabras.

Extendiendo mi mano hacia él, avancé y tomé el brazalete de su palma abierta, sujetándolo alrededor de mi brazo encima del codo; le sonreí y me quedé esperando. Su boca ancha se extendió en una sonrisa de respuesta, y entrelazando uno de sus brazos intermedios en el mío, nos dimos la vuelta y caminamos de vuelta hacia su animal de montar. Al mismo tiempo les hizo señas a sus seguidores para avanzar. Ellos comenzaron una corrida desenfrenada hacia nosotros, pero fueron detenidos por una señal suya. Evidentemente temió que si yo realmente me asustara una vez más, podría escaparme de un salto.

Intercambió unas cuantas palabras con sus hombres, me indicó que podía montar detrás de uno de ellos, y luego montó su propio animal. El tipo señalado bajó dos o tres manos y me levantó de atrás sobre la espalda lustrosa de su animal de montar, donde me sujeté lo mejor que podía en los cinturones y tiras que sujetaron las armas y los ornamentos de los marcianos.

Luego toda la comitiva se dio la vuelta y se fue galopando hacia la cordillera en la distancia.

Capítulo IV: Un prisionero


Habíamos avanzado unos 15 kilómetros, cuando el suelo comenzó a elevarse rápidamente. Como averiguaría más tarde, nos estábamos acercando al borde de uno de los mares de Marte, muertos desde hace mucho tiempo, en el fondo del cual había tenido mi encuentro con los marcianos.

Dentro de poco llegamos al pie de las montañas, y después de pasar por una garganta estrecha, llegamos a un valle abierto, en cuyo extremo distante estaba una planicie baja sobre la que vi una enorme ciudad. Galopamos hacia ésta, entrando en ella en lo que parecía ser una carretera arruinada que salía de la ciudad, pero sólo hasta el borde de la planicie, donde terminó abruptamente en un tramo de gradas anchas.

Al observarlo más de cerca vi, al pasar, que los edificios estaban desiertos, y si bien no habían decaído mucho, tenían la apariencia de no haber sido habitados por años, tal vez por edades. Hacia el centro de esta gran ciudad había una gran plaza, y sobre ésta y los edificios inmediatamente a su alrededor estaban acampados unas 900 ó 1000 criaturas del mismo tipo como mis captores, pues así los consideraba ahora, a pesar de la manera afable en la que había sido atrapado.

Con la excepción de sus ornamentos, todos estaban desnudos. La apariencia de las mujeres no variaba mucho con la de los hombres, excepto que sus colmillos eran mucho más grandes en proporción a su altura, en algunos casos curvados casi hasta sus elevadas orejas. Sus cuerpos eran más pequeños y de un color más claro, y los dedos de sus manos y pies tenían un inicio de uñas, que faltaban totalmente en los hombres. Las mujeres adultas tenían una altura que variaba entre 3-4 metros.

Los niños eran de un color claro, aún más claro que el de las mujeres, y me parecía que todos se veían exactamente iguales, excepto que algunos eran más altos que otros; mayores, supongo.

No vi señas de edad extrema entre ellos, y tampoco hay una diferencia notable en su apariencia desde la edad de la madurez, aproximadamente a los cuarenta años, hasta que, a la edad de aproximadamente mil años, van voluntariamente a su último extraño peregrinaje, bajando por el Río Iss; ningún marciano vivo sabe a dónde lleva, y ningún marciano jamás volvió de él, y no se le permitiría vivir si es que volviera después de embarcarse en sus aguas frías y oscuras.[5]

Sólo un marciano de cada mil, aproximadamente, muere de enfermedad o dolencias, y tal vez unos veinte toman el peregrinaje voluntaria. Los restantes novecientos setenta y nueve mueren de muertes violentas en duelos, en la cacería, en la aviación y en la guerra; pero quizás la mayor pérdida por muertes es en la niñez, en la que vastos números de los pequeños marcianos caen como víctimas de los grandes simios blancos de Marte.

La expectativa de vida promedia de un marciano después de la edad de la madurez es de unos trescientos años, pero estaría más cercana a los mil, si no fuera por las diversas maneras de encontrar una muerte violenta. Debido a los recursos menguantes del planeta, evidentemente se hizo necesario contrarrestar la creciente longevidad lograda por su notable habilidad en terapia y cirugía, y como resultado, la vida humana llegó a ser considerada a la ligera en Marte, como queda evidente de sus deportes peligrosos y la guerra casi continua entre las diferentes comunidades.

Hay otras causas, incluyendo causas naturales, que resultan en una disminución de la población, pero ninguna contribuye tanto hacia este fin como el hecho de que ningún marciano, ya sea hombre o mujer, se encuentra jamás sin un arma de destrucción.

Cuando nos acercamos a la plaza, y se dieron cuenta de mi presencia, inmediatamente fui rodeado por cientos de criaturas que parecían deseosos de sacarme de mi asiento detrás de mi guardia. Una palabra del líder del grupo hizo callar su clamor, y procedimos en un trote por la plaza, a la entrada de un edificio de lo más magnífico que un ojo mortal jamás haya visto.

El edificio era bajo, pero cubría un área enorme. Era construido de mármol blanco brillante, incrustado con oro y piedras brillantes que centelleaban y brillaban a la luz del sol. La entrada principal tenía unos treinta metros de ancho y se proyectó del edificio propiamente dicho para formar un enorme dosel sobre la sala de entrada. No había gradería, sino una pendiente suave hacia el primer piso del edificio, que se abría a una enorme cámara circundada por galerías.

En el piso de esta cámara, que tenía muchos escritorios y sillas de madera, muy esculpidas, estaban reunidos unos 40 ó 50 marcianos hombres, alrededor de las gradas de una tribuna. En la plataforma propiamente dicha estaba sentado un enorme guerrero, bastante cargado de ornamentos de metal, plumas de color alegre y adornos de cuero ingeniosamente incrustados de piedras preciosas. De sus hombros colgaba una capa corta de piel blanca, surcado con una seda escarlata brillante.

Lo que me pareció lo más notable de esta reunión y de la sala en la que estaba congregada era el hecho de que las criaturas estaban totalmente fuera de proporción con relación a los escritorios, sillas, y otros muebles; siendo éstas de un tamaño adaptado para un ser humano como yo, mientras que los marcianos apenas podían meter sus masivos cuerpos en las sillas, ni tampoco había espacio debajo de los escritorios para sus piernas largas. Evidentemente, entonces, habían otros habitantes en Marte que las criaturas salvajes y grotescas en cuyas manos yo había caído, pero las evidencias de extrema antigüedad que se veían por todas partes a mi alrededor me indicaron que estos edificios tal vez habían pertenecido a alguna raza extinta por mucho tiempo y olvidad de la remota antigüedad de Marte.

Nuestro grupo se había detenido en la entrada del edificio, y después de una señal del líder, me bajaron al suelo. Nuevamente agarrando mi brazo con el suyo, habíamos procedido a la cámara de audiencia. Se observaron pocas formalidades al acercarse al jefe marciano. Mi captor simplemente caminó hacia la tribuna, mientras los demás le cedieron el paso mientras avanzó. El jefe se puso de pie y profirió el nombre de mi escolta quien, a su vez, se detuvo y repitió el nombre del gobernante, seguido de su título.

En ese momento, esta ceremonia y las palabras proferidas no significaron nada para mí, pero más tarde llegué a saber que este era el saludo habitual entre los marcianos verdes. Si los hombres hubieran sido extraños, y por lo tanto no podían intercambiar nombres, hubieran intercambiado ornamentos en silencio, si es que su misión fuera pacífica – de otra manera, hubieran intercambiado disparos, o hubieran combatido – a modo de presentación – con alguna otra de sus diversas armas.

Mi captor, cuyo nombre era Tars Tarkas, era prácticamente el vice-jefe de la comunidad, y un hombre de gran habilidad como estadista y guerrero. Evidentemente explicó brevemente los incidentes relacionados con su expedición, incluyendo mi captura, y cuando terminó, el jefe me habló por algún tiempo.

Respondí en nuestra lengua inglesa, simplemente para convencerle que ninguno de nosotros podía comprender al otro, pero noté que cuando sonreí ligeramente al concluir, él hizo lo mismo. Este hecho, y el evento similar que ocurrió durante mi primera conversación con Tars Tarkas, me convencieron de que teníamos por lo menos algo en común; la habilidad de sonreír, y por lo tanto de reír; indicando un sentido de humor. Pero eventualmente supe que la sonrisa marciana era apenas superficial, y que la risa marciana es algo que hace que hombres fuertes palidezcan aterrorizados.

Las ideas sobre el humor entre los hombres verdes de Marte discrepan mucho de nuestras concepciones de lo que causa alegría. Las agonías de muerte del prójimo son, para estas extrañas criaturas, la causa de la más desenfrenada hilaridad, mientras que su principal forma de diversión es infligir muerte a sus prisioneros de guerra, de diversas maneras ingeniosas y horribles.

Los guerreros y jefes reunidos me examinaron de cerca, sintiendo mis músculos y la textura de mi piel. Luego, era evidente que el principal jefe indicó un deseo de verme actuar y, señalando que le siga, se dirigió con Tars Tarkas hacia la plaza abierta.

Ahora bien, yo no había hecho ningún intento de caminar, desde mi primer notable fracaso, excepto cuando me sujeté fuertemente del brazo de Tars Tarkas, así que ahora iba saltando y pasando rápidamente entre los escritorios y sillas, como si fuera algún monstruoso saltamontes. Después de golpearme gravemente, lo cual causó diversión a los marcianos, nuevamente recurrí a gatear, pero esto no les gustó, y fui puesto de pie brutalmente por un tipo alto quien se rió a carcajadas de mi mala fortuna.

Mientras me puso de pie de un golpe, su cara estaba cerca de la mía, y yo hice lo único que un caballero podría hacer bajo las circunstancias de brutalidad, grosería y falta de consideración por los derechos de un forastero; le golpeé con mi puño directamente en su quijada, y se cayó como un buey muerto. Mientras se caía, me di la vuelta rápidamente, con mi espalda contra el escritorio más cercano, con la expectativa de ser superado por la venganza de sus compañeros, pero decidido a darles la mejor batalla que las oportunidades desiguales me permitirían, antes de abandonar mi vida.

Sin embargo, mis temores eran infundados, ya que los demás marcianos, inicialmente mudos de asombro, finalmente irrumpieron en estruendos de risa y aplauso. No reconocí los aplausos como tales, pero más adelante, cuando me familiaricé con sus costumbres, averigüé que había recibido lo que ellos raras veces dan – una manifestación de aprobación.

El tipo a quien yo había golpeado se quedó echado donde había caído, y ninguno de sus compañeros se le acercó. Tars Tarkas avanzó hacia mí, estrechando uno de sus brazos, y de esa manera procedimos a la plaza sin percances adicionales. Claro que yo no sabía por qué motivo habíamos salido hacia fuera, pero no demoré en averiguarlo. Primero repitieron la palabra “sak” unas cuantas veces, y luego Tars Tarkas dio varios saltos, repitiendo la misma palabra antes de cada salto; luego, dirigiéndose hacia mí, dijo “¡sak!”. Me di cuenta qué era lo que querían, me preparé y “sakeé” con tanto éxito que cubrí cerca de 50 metros; y esta vez no perdí mi equilibrio, sino que caí de pie, sin caerme. Luego volví con saltos más pequeños de unos 8 ó 9 metros, hacia el pequeño grupo de guerreros.

Mi exhibición había sido presenciado por varios cientos de marcianos de menor rango, e inmediatamente clamaron por una repetición, lo cual el jefe me ordenó realizar; pero yo tenía tanto hambre como sed, y determinado en ese momento de que mi única forma de salvación era exigir la consideración de estas criaturas, que ellos evidentemente no me darían de manera voluntaria. Por lo tanto, ignoré las repetidas órdenes de hacer “sak”, y cada vez que las dieron, hice gestos hacia mi boca y me froté el estómago

Tars Tarkas y el jefe intercambiaron unas cuantas palabras, y el primero, llamando a una joven mujer de entre el grupo, le dio unas cuantas instrucciones y le hizo gestos de que me acompañara. Yo me sujeté del brazo que ella me ofreció, y juntos cruzamos la plaza hacia un edificio grande en el extremo opuesto.

Mi bella compañera tenía unos dos metros y medio de alto, habiendo alcanzado recientemente la madurez, pero aún no su altura completa. Tenía un color verde olivo claro, con un cuero liso y brilloso. Su nombre, según averigüé después, era Sola, y era del séquito de Tars Tarkas. Me condujo a una cámara espaciosa en uno de los edificios delante de la plaza, que, a juzgar por el montón de sedas y pieles sobre el suelo, deduje que era el lugar de dormir de varios de los nativos.

El cuarto estaba bien iluminado por varias ventanas grandes, y estaba bellamente decorado con murales y mosaicos, pero sobre todo esto parecía estar el toque indefinible de la antigüedad que me convenció que los arquitectos y constructores de estas maravillosas creaciones no tenían nada que ver con los toscos semi-brutos que los ocupaban ahora.

Sola me hizo un gesto para que me siente sobre un montón de sedas cerca del centro del cuarto, y, dándose la vuelta, dio un peculiar silbido, como si estuviera dándole una señal a alguien en un cuarto adyacente. En respuesta a su llamado, obtuve mi primer vistazo de una nueva maravilla marciana. Caminó sobre sus diez patas cortas, y se puso de cuclillas delante de la muchacha, como un cachorro obediente. La cosa tenía aproximadamente el tamaño de un pony de Shetland, pero su cabeza tenía una ligera similitud con la de una rana, excepto que sus quijadas estaban equipadas con tres filas de colmillos largos y filosos.



[1] La Guerra Civil (de los Estados Unidos) duró de 1861-1865.
[2] La esclavitud fue anulada oficialmente por el presidente Lincoln en 1863; en la práctica, sólo se abolió con el fin de la Guerra Civil.
[3] En el original, todas las medidas están en el sistema imperial; lo he traducido al sistema métrico, y redondeado donde parecía adecuado. Aquí, inevitablemente, hay problemas de interpretación, cuando no hay medidas exactas; por ejemplo, “varios cientos de pies” (más adelante en el texto) podría ser menos de cien metros, como también podría ser cientos de metros.
[4] Los “Confederados” eran, básicamente, los estados del sur. Su dinero perdió su valor cuando perdieron la Guerra Civil.
[5] Esto se aclara en mayor detalle en la segunda novela de esta serie, “The Gods of Mars” (“Los Dioses de Marte”).